Me caían mal aquellos que se pasaban horas hablando por teléfono y que se extrañaban tan sólo a dos horas de haberse visto.
Hace nueve meses yo era un cactus, amaba serlo. Amaba no depender de la presencia de alguien para reír hasta que me dolieran las costillas. Amaba dormirme sin preguntarme por otra persona, amaba ser un yo singular. O al menos eso pensaba, era todo lo que tenía.
Hace nueve meses helaba y yo no estaba abrigada, y la música en el bar de siempre era perfecta y todo parecía haberse puesto de acuerdo.
Hace exactamente nueve meses y después de una larga discusión de casi tres horas la vi dejar su cama y recostarse a mi lado y sentí su cabeza en mi hombro y me morí de amor. Y me apretó la mano con fuerza con unos dedos escarchados y temblorosos y me dio un beso en la mejilla.
Hace nueve meses junté el coraje que no tenía y aún con el miedo del rechazo haciéndome castañear los diente la besé, y entonces viví.
Y entonces supe por fin lo que era darle la mano a alguien y perder el miedo a todo, y supe lo que era saber que me enfrentaría a cualquier persona porque nuestro amor es mucho más fuerte que cualquier intención de mantenernos alejadas. Supe lo que era preguntarme a todo momento qué estará haciendo, imaginarme si estará sonriendo o si tendrá frío, si me extrañará...
Ahora sé lo que es despertarse cada mañana con el deseo de abrazarme a su cintura otro rato y respirar su perfume en mi propia piel; sé lo que es ser dos personas a la vez y pensar por las dos y acostumbrarme a sus movimientos y memorizarlos como propios. Sé lo que es armar una familia de cactus bonsai y pararme en el balcón mirando la nada sabiendo que en segundos va a abrazarme por la cintura para besarme el hombro.
Definitivamente ahora sé que mi madre tenía razón cuando me dijo que valía la pena pelearla, que valía la pena soportar los dimes y diretes, y la gente en contra y que al fin y al cabo, si es difícil parar a una persona enamorada, parar a dos que se aman es imposible.
Ahora sé que tenía razón, porque soy yo la que adora tener diez minutos para quedarme en el sillón hecha un ovillo a su lado, soy yo la que adora hablar por dos o tres horas por teléfono y contarnos pavadas y soy yo la que le envía mensajes diciendo "te extraño" en cuanto se va de casa.
Si al fin y al cabo en nueve meses las espinas se me cayeron y me brotaron flores y el disfraz de cactus dejó de ser creíble y hoy tengo el coraje para decir que la amo, para seguir peleando por la dos, para seguir dándole la mano cuando tengo miedo y sentirme fuerte, para seguir siendo uno las dos. Juntas. Siempre.
Felices nueve meses, bella.
Te amo.
Gracias.