miércoles, 18 de septiembre de 2013

Hace un tiempo

Septiembre de 1998

El sol me da en la cara y me hace cerrar los ojos. Respiro profundo, hay olor a pasto, a calor, a verano. El sonido de los eucaliptos se escucha cercano, mezclándose con el relinche de un caballo viejo.
Mi pelo suelto me cae sobre el pecho. No llevo puesto más que unos shorts de jean azules. Tengo tres años.
Estoy acostada sobre el pecho de una de mis hermanas. La siento respirar y acariciarme la cabeza. Ambas estamos en una hamaca paraguaya que papá hizo, miramos el patio lleno de verde.
Empieza a hablar con esa voz que tiene, que aún conserva, esa voz que sin importar qué me calma. Me cuenta cuentos inventados que me hacen reír, habla sobre un piojito.
Mientras me río aprovecha para desenredar mi pelo largo hasta la cintura, e intentar que parezca algo menos salvaje de lo que soy. No me molesta que lo haga, me hace agarrar sueño. Cierro los ojos y me dejo llevar por su voz, por el vaivén de la hamaca, por los perfumes que invaden ese pueblito de nadie, por los ruidos de la casa, el lloriqueo de mi hermano recién nacido en la cocina, Las voces de mis otras hermanas en los dormitorios, el ruido de mi madre caminando sobre el piso de madera de la antigua casona, el sonido de mi papá intentando arreglar algo que ya no tiene arreglo para poder seguir adelante...
Me invade una sensación de calma, como un trance. Abro los ojos apenas, una última vez. Los rayos de luz que pasan entre los árboles me entibian el alma. Me duermo.
-.-
Septiembre de 2013
El ruido de los papeles al revolverse me  despiertan. Abro los ojos nuevamente. Tardo unos segundos en acostumbrarme a la luz brillante del sol dándome de lleno en la cara. Estoy recostada sobre el pasto corto.
Algo confundida escucho la voz de mi sobrino pidiéndome unas hojas para dibujar. Pidiéndome que dibuje con él.
Tiene siete años, apenas tres o cuatro años menos que mi hermana -su madre- cuando se acostaba a peinarme en la hamaca del caserón.
Tras intercambiar las hojas por un beso, nos sentamos codo a codo en el reparo de un árbol a dibujar. Miro las calles de mi pueblo natal. Ya no son las mismas, ya no quedan calles de tierra, ni chicos con las rodillas lastimadas jugando descalzos. Ya no es mi pueblo, simplemente un lugar al que voy de visita cuando deseo ver a mi padre.
El ruido de los eucaliptos aún se oye, aún oigo un par de caballos lejanos, el sonido del trote sobre la tierra, incluso puedo sentir su aroma a pasto húmedo y pelo si cierro los ojos.
Miro al jovencito que tengo a mi derecha mientras intenta copiar a los árboles que crecen salvajes frente a la casa de mi tía. Todo un señorito hecho de silencios, con ojos grandes y curiosos y cabello rebelde e indomable. Las manos sucias de tierra y la ropa llena de pasto. Lo observo con detenimiento y veo cómo saca la lengua para dibujar. Sonrío, me recuerda a mi a su edad, sentada junto a su madre intentando dibujar como ella.
Me mira y se ríe, se le cierran los ojos igual que a mi. Lo siento parte de mi carne. Le paso una mano por la cabeza, intentando dominar el cabello que lucha contra su remolino y veo cómo se sacude, volviéndose a despeinar.
respiro hondo nuevamente y dejo que el calor del sol de primavera me abrace y termine por derretirme la escarcha del alma.
-León... -le digo. Me mira sin responder. -¿Alguna vez te conté el cuento del piojito? -Pregunto. Abre los ojos y niega con la cabeza.
Comienzo a inventar un nuevo cuento, el original lo olvidé entre tantas mudanzas, entre tantas cosas que pasaron. Él continúa su dibujo, un pueblito, un Garibaldi que jamás se vio tan puro, a través de los ojos de mi sobrino, a través de sus manos, que son las de su mamá, que guiaron las mías, que ahora guían las de este niño, que me guía el alma una vez más y me hace recuperar partecitas de mi historia. Partecitas de mí misma.