sábado, 11 de agosto de 2012

Fénix.

Fue una tarde lejana de abril cuando se vieron por primera vez, cuando temblaron uno frente a otro sin decir una palabra.
Ella lo miró expectante, con sus ojos claros llenos del brillo de la obsesión que se despertaba.
Él, enorme y silencioso, conservó su porte de los años treinta en los que parecía haberse quedado. Un caballero con la armadura descascarada por los años y las batallas que observaba todo lo que ocurría con una carga de tristezas ajenas que lo hacían ver tan distante...

-¡Amelia! - un grito los separó cuando la niña fue arrastrada con su familia para continuar el paseo vespertino.
La madre la regañó por haberse atrasado, sin darse cuenta, como de costumbre, del cambio en los ojos de su hija; sin descubrir que el mal se había cruzado con aquella problemática muñeca de ojos color cielo y cabello oscuro como la noche.

Los días siguientes fueron catastróficos para la familia de Amelia Canto. La muchacha se comportaba mucho peor de lo acostumbrado.
Desde el instituto habían dicho que no podían controlarla, que sus gritos eran cada vez más fuertes, que desaparecía en los recreos y reaparecía llena de polvillo, carbón y telas de araña frente al parque central, diciendo que tenía una cita, que debía apurarse.
Nadie podía ya hacer nada, salvo intentar calmar aquellos brotes psicóticos que eran cada vez más recurrentes.
Los doctores se habían dado por vencidos tan solo semanas más tarde; luego de haberle recetado algún medicamento más fuerte, que no había conseguido quitarle aquella obsesión con ese enorme y silencioso primer amor.

Tras meses de martirio, su familia decidió internarla. Ya todo era demasiado complicado...
Amelia no quería comer, se despertaba de madrugada gritando, corría desnuda por el techo de la casa, y amenazaba con tirarse si no la dejaban verlo. Y hacia el centro partían todos para calmar su ansiedad; y ella sólo lo miraba como lo había mirado la primera vez, cuando sintió que él sí la comprendía, cuando sintió que por una vez en su vida alguien le tendía una mano y la ayudaba a volar.

No pasó mucho tiempo hasta que la jovencita comprendió los planes que tenían para ella y terminó por enloquecer.

Desapareció una noche helada y silenciosa de julio y no se llevó nada. Sólo su corazón palpitante y los pensamientos de una loca que quiere ser feliz, que sólo quiere ser feliz.
Su madre encontró escrita en la pared del cuarto la despedida y comprendió todo. La muchacha había escrito la blanca pared con carbón. Decía:
"SOLO QUIERO UN CÁLIDO ABRAZO QUE ME AYUDE A VOLAR".

Ella estaba con él. Todos lo supieron en segundos y fueron a su encuentro. Cuando llegaron una multitud de personas ya estaba allí, mirando al cielo sin entender.

Él estaba en llamas. El viejo caserón del pueblo, el edificio más alto, más antiguo y más hermoso, ardía de a poco, olvidando su triste historia de amores imposibles, de crímenes, de muerte. Ya con él morían los sueños rotos de la pobre pareja inglesa que había sucumbido tras sus paredes para unir su amor prohibido.
Ella estaba en la azotea. En sus ojos claros se reflejaban el fuego y el humo, la locura, la obsesión.

Sus padres le rogaron, lloraron, los bomberos intentaron apagar el incendio y hacerla recapacitar; pero ellos estaban decididos a morir juntos.
El fuego no cedió, como si saliera del corazón mismo del edificio; y la muchacha sólo rió y exclamó gritando:

-Él me ayudó... Me convirtió en ave, me convirtió en Fénix. ¡Puedo volar! Renaceré de las cenizas...

Y así intentó. Saltó desde el edificio más alto. Pero no voló.
Su cuerpo quedó inmóvil en el sucio suelo rodeada del grito de la gente y el calor del fuego. Nadie pudo hacer nada; al instante, el edificio completo se desmoronó sobre el cadáver de la joven.
Y ya no quedó más nada de ninguno. Ambos fueron libres de penas y tristes historias, de errores propios y ajenos. Ambos fueron oídos por primera y última vez. Ambos volaron con el fuego.
Como dos fénix, aún esperan renacer.-